Charla matutina.
Luz tenue y parpadeante cubría como espectral niebla aquella recamara de ambiente aséptico. La sencillez de una cama individual con ropajes milimétricamente colocados, que parecían sufrir por el desorden cóncavo de quien se sentaba sobre ellos, una silla desubicada de su ritualístico lugar para enfrentar la cama en diálogo matutino, y un escritorio con una lámpara apagada y dos notas a medio escribir. Una atmósfera que pesaba, que tenía volumen.
Se miraban fijamente, con expresión de duda y perplejidad por un lado, con cara fría y marmórea, decisiva, por otro.
-Es muy temprano en la mañana, debería estar camino al trabajo pero insististe en que era urgente.
-Más que urgente, definitivo. Necesitaba que vinieras y por eso tuve que decirte que...
-Suficiente justificación -dijo interrumpiendo-, por favor. De verdad necesito que vayas al grano.
Esa abrupta interrupción habría sido suficiente, en circunstancias anteriores, para que perdiera su juicio pues odiada las interrupciones. Pero en ese momento todo iba siguiendo su cauce, nada podía suceder que desviara sus acciones de su propósito principal.
La frialdad de sus reacción o, mejor dicho, su falta total de reacción, le dio una enorme sensación de extrañeza. Algo estaba fuera de lugar.
-Con calma, que pretendo tomar el camino más directo posible para que entiendas lo que te pretendo explicar.
-Adelante, te escucho.
-Eventos recientes, de los que ya tienes conocimiento pues fuimos partícipes, me han perseguido de forma constante durante los últimos meses. Las nociones de lo que creía cierto, del cariño, de la confianza, de la vida, de la muerte, han sido removidas hasta su propia base. Me has dejado sin motivo, sin razón. Pero no tomes eso a mal, cariño, todo lo contrario. Como sabes, estuve por varios meses tomando pastillas. Felicidad en dosis de una vez al día -dijo para luego musitar una risa sarcástica-. Todos decían que iba muy bien, mi psiquiatra notaba que mi progreso era excepcional. Pero para mi, sólo sirvieron para devolverme la energía que necesitaba para llegar a la resolución actual.
-¿Qué pretendes decirme?
-Ya te dije que te calmaras, que ya estoy llegando a lo crucial. Hace 3 semanas abandoné las pastillas.
-¿Por qué coño las dejaste de tomar? Ibas de maravilla con el tratamiento. ¿Estás loco acaso?
-Loco no, cariño, todo lo contrario. Ahora lo veo todo con claridad y te lo agradezco. Gracias a ti perdí la razón de existir, pero eso sólo me llevó a comprender que nunca la hubo.
En ese momento soltó una carcajada que en otro contexto habría causado un efecto hilarante en cadena pero que en esta precisa situación, añadió peso a la ya densa atmósfera que los rodeaba. Sus pelos se erizaron como animal en pose de defensa. La distancia entre la cama y la silla cambió.
-Nada importa porque nada existe. No hay esencia en las cosas ¿Sabes? Eso del significado de la vida es algo que construimos de nuestra patética autocompasión. Del miedo que tenemos a no ser. Hasta que sucede algo trascendente, como lo que tú me hiciste a mi, y nace un ser sin miedo. Alguien que puede y debe tomar ciertas decisiones.
-Todavía... todavía no entiendo qué pretendes -dijo con voz temblorosa-.
-No lo entiendes, pero lo sientes. Lo puedo saber por tu voz. Sabes que la clausura está cerca.
-¿Clausura? No sé de qué mierda estás hablando, ya fue suficiente balbuceo por hoy -pronunció casi gritando y con intenciones de levantarse-. Llamaré a tu psiquiatra para que envíe a una enfermera.
Antes de que pudiera levantarse por completo vio como metía la mano en una bolsa de comida chatarra para sacar aquel aparato de acero mortal cuya aparición hizo que se sentara de nuevo y de golpe.
Sintió el beso frío del acero acariciando su piel, sabía que el tiempo era corto.
-No podemos coexistir, amor. Sólo de eso tengo certeza.
-La culpa me consume ¿Sabes? Aún ahora -musitó al borde del llanto-.
-Aunque cargues con la culpa hasta tu muerte, jamás podré perdonarte. Sólo estoy acelerando las cosas. Haciendo, por primera vez, algo por mí y para mí.
Acercó su cara a la suya hasta el punto en el que sus respiraciones comenzaron a sincronizarse, casi con las esperanza de saborear su alma saliendo de su cuerpo. La silla de pronto se transformó en un objeto etéreo y la concavidad de la cama formó, en ese instante, parte del orden simétrico, planeado y consciente de las telas que cubrían la cama.
-Hay otras maneras. Sabes que las hay. No debes recurrir a esto, lo podemos lograr juntos.
-No existe, cariño. No existe otra manera. Yo cargaré con el peso de la existencia, del significado. Te estoy liberando de esa mentira.
-Te amo -dijo ya sollozando- no tienes por qué hacerlo. No quiero que...
-¡Silencio! Por favor. Déjame amarme sólo por esta vez. Sólo por está maldita vez, así sea un instante. Debo hacerlo, tengo que. Tengo que hacerlo. Ya lo he decidido, ya está. Ya lo haré. Ya...
Blanco.
Alguien murió, alguien lloró.
La cama y la silla ni se inmutaron.
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