De algunas manías.

Qué cualidad la de nosotros, hombres, para ahogarnos en los charcos de las aguas que nuestros propios cántaros derraman al rebozarse.

Y qué manía la de repetir.

Si hay algo bastante marcado en el comportamiento del hombre, es la repetición. Tenemos esa fascinación por los patrones, las estructuras que, una detrás de otra, forman un un orden cómodo y bien orientado. Que aborrecemos el caos porque vemos todo como una línea, simple, recta. Y sin querer ese amor por lo repetitivo se plasma en conducta, se traduce en acciones y se perpetúa en el tiempo.

Lo particular de estas acciones perpetuadas es que no distinguen de resultados. La parcial aleatoriedad de nuestra existencia cuántica nos asigna alguna de un sinfín de posibilidades, del catálogo universal de patrones a seguir, limitado por lo social de nuestras interacciones, y nos hace creer que ha sido una elección indeterminada. Estas conductas a repetición se convierten en fuerzas evolutivas, ya que tienen el potencial de dañar y construir en iguales proporciones.

Es cuando este paquete de acciones a repetición daña, en el momento el que nace la verdadera locura. Comodidad en lo nocivo, lo patológico, lo fácil por encima de lo bueno. La tristeza se hace la norma y nos convencemos de que pertenecemos a ese lugar en el que la autodestrucción es el día a día, que nos ha sido impuesto, que lo merecemos por alguna culpa muy mal justificada pero que nos da el único motivo para esa flagelación del propio ser.

Qué fácil es ver culpas donde se deberían ver motivos.

Causa, todo tiene alguna causa, menos la materia y el tiempo que siempre han sido y siempre serán. Es ese exceso de decisión el que nos hunde en las culpas, pues sentimos una responsabilidad profunda sobre nuestras acciones y aquellas acciones que provocamos en los demás. Nos dejamos abrumar por esa responsabilidad sin siquiera hacerla verdaderamente propia, sin buscar previamente una comprensión satisfactoria del contexto que envuelve nuestra situación, pues sólo se puede poseer lo que se comprende.

Al entender las circunstancias que rodean una decisión, tomamos posesión de la misma y de sus consecuencias inmediatas. Sabemos el porqué y realizamos que es ese porqué el que nos lleva al camino que hemos "decidido" recorrer. La culpa desaparece en el instante en el que nos apropiamos de esos motivos y los vemos como algo cambiante, en movimiento, a merced de la voluntad. Cuando caemos en cuenta que, más que cambiar lo que decidimos, hemos de cambiar el contexto que nos lleva a ello.

La felicidad es maravillosamente fácil de lograr, pero trágicamente incómoda, pues requiere de ese esfuerzo por entender y de una humildad existencial que pocos estamos dispuestos siquiera a considerar. Necesita de esa cualidad de cambio, perpetuidad de lo efímero. Tener una identidad dispuesta a deshacerse para luego volverse a armar, incrementada, refinada, negando lo que ya había sido negado.

Qué sencillo y qué difícil es ser feliz pues, muchas veces, se lo es sin razón.

Qué cualidad la de algunos de vaciar las aguas de su cántaro al río, para llevarlo ligero y sin prisa.

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