La Torre de Cristal y el Sabio de Acero.
"En algún sitio algo increíble espera ser descubierto."
Carl Sagan
I
Luz de encuentro.
Carl Sagan
I
Luz de encuentro.
Estiró su brazo y abrió su mano, tan alto como su anatomía lo permitía. Casi pudo sentir como se escapaba entre sus dedos como si fuera algo tangible. Aquella espesa y cautivante oscuridad. Un cielo negro ébano que solo veía rasgado por la tenue pero constante ilumanción de la ciudad de Rōśanī. Era lo único que conocía y, a pesar de la herencia cultural que dictaba que más allá solo había vacío y perdida, su imaginación no descansaba para crear mundos allí en ese lienzo en negativo. "Más allá del cielo" Pensaba él constantemente.
Hama. ¡Hama! ¡Baja de allí ahora mismo! -Se escuchó un grito desde el interior de la casa- Baja ya si no quieres que te haga pulir las rocas.
Ya voy madre -Dijo mientras cerraba su mano así como dejaba de lado su imaginación para otra ocasión-. ¡Ya estoy bajando!
Recogió sus sandalias de cuero, su bolsita de juguetes y su pendiente de piedra verde luminiscente. Esas piedras eran la base de la sociedad en la que Hama había nacido y seguía creciendo. Y en la misma donde habían nacido sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos, e incontables generaciones que se remontaban a un origen del que solo historias de cuna y canciones daban a conocer.
Hace ya mucho tiempo, desde antes del tiempo, cuando los hombres vivían en el mundo donde la luz venía del cielo y la oscuridad de la tierra, todos vivían épocas de armonía y regocijo. La gente del cielo estrellado observaba a Los Divinos, creadores de estrellas, jugar con la luz en un juego de creación y destrucción. La gente del cielo estrellado quería demostrar a Los Divinos, como agradecimiento por la luz, la más hermosa y brillante de las estrellas. Con su poder y conciencias juntas unieron todas las estrellas en una sola que brillaba tanto como la luz divina y, Los Divinos, al ver semejante maravilla incandescente, más que sentir orgullo por sus hijos de luz, sintieron envidia y desprecio por lo que vieron como un desafío. La luz divina bajo a la tierra, en el único momento en el que esta nació tanto del cielo como de la tierra, borrando todo rastro de creación. Pero La Divina Anki, protectora de todos, madre de las estrellas del norte, comprendió el gesto que los hombres del cielo estrellado habían hecho para ellos. Ella tomo un trozo de luz de la única estrella que quedaba en el cielo y la plantó, como semilla de piedra en la tierra. Toda luz en el cielo se extinguió y, con ella, la gente y Los Divinos. Pero la semilla de luz prosperó en la oscuridad. Y ahora la luz nace de la tierra hacía el cielo. Las estrellas nacen en rocas. Y los hombres nacen bendecidos por la luz.
Ahora las estrellas nacían en rocas, rocas que daban iluminación, calor y energía a este mundo de oscuridad sin fin. Eran un regalo que Anki había dado con cariño y que los antiguos habían preservado con recelo. A cada persona que nacía en la ciudad se le daba un pendiente con un fragmento de roca dependiendo si este brillaba o no con el recién nacido hombre de luz. Para Hama incluso su llegada al mundo había sido extraordinaria. El primer niño en décadas en hacer brillar la piedra verde. Una piedra inútil para los más pragmáticos. Una piedra profética para los más tradicionales. Se decía que las personas que hacían brillar esta piedra al nacer tenían la luz de la Diosa en ellos. Pero esto a fines prácticos se reducía a un trato especial de los ancianos y un tanto indiferente de los jóvenes que no creían en este tipo de supersticiones. Lo cierto es que era una piedra tibia, que no llegaba a calentar el agua hasta el hervor o derretía el metal como la roja, inerte, que no generaba energía para encender ni el más pequeño cuchillo de plasma, tenue, que no iluminaba a metros de distancia como la amarilla. Se limitaba a un uso ritual y decorativo. Y por supuesto, para hacer de pendiente para el inquieto y desobediente Hama.
Se colgó su pendiente en el cuello y la bolsita de su gancho magnético en la cintura. Dio un par de pasos en el amplio y llano techo de su casa en dirección al modesto jardín que crecía frondoso en la fachada frontal. Sin pensarlo dos veces e invadido por la valentía emprendió carrera hasta el borde de rocas amarillas que lo separaban de una caída de 3 pisos, sin detenerse y como si estuviese a punto de alzar vuelo, saltó.
La madre de Hama estaba ya sirviendo la cena cuando volvió la idea de la ausencia de su hijo y del largo tiempo que llevaba ya en el techo de la casa. Ya lo había llamado y el había respondido, pero ella había adoptado la idea de que el tiempo en el mundo de Hama iba a un ritmo completamente distinto y desordenado al tiempo regular. La mayoría del tiempo iba más rápido. Todo lo que hacía lo hacía ver acelerado, lleno de energía. "Niño de piedra verde pero de corazón azul" Solía decir su padre todo el tiempo. "Azul estoy yo aguantando sola las ocurrencias de este niño" -pensó al recordar lo que su esposo decía constantemente-. Sin embargo en otros momentos, muy específicos, como cuando subía al techo de la casa, observaba la Roca Angular o se paseaba por la barrera exterior; su tiempo se hacía lento y su mirada tan profunda como el negro cielo que los rodeaba. Podía pasar horas solo con la mirada perdida en el horizonte y con su mano abierta como si algún insecto tratara de atrapar en la oscuridad. Tanto pensar hizo que se detuviera un momento el proceso de preparar la mesa, pero la realidad cumplió su trabajo en sacarla de sus sueños de día y el peso del plato que sostenía en la mano la despertó y despertó de nuevo la idea de que su hijo no había bajado. Sin decir nada se acerco a la puerta que daba al jardín frontal para llamar de nuevo y por última vez a su hijo. Al abrirla soltó el plato que sostenía en su mano izquierda y soltó un grito ahogado al ver a su hijo saltar de lo alto de la casa.
Cerró los ojos cuando sus pies sintieron el vació por debajo de ellos. Se dejo caer ese corto trayecto que para el duró una eternidad, más que suficiente. De pronto sintió una súbita pero gradual desaceleración, como si hubiera aterrizado sobre una cama de espuma. El recorrido terminó suavemente cuando sus pies tocaron la superficie de las losas que componían un sendero desde la puerta hasta la salida del jardín. Caminó hacía la puerta de su casa donde su madre se hallaba recuperándose del pequeño susto y recogiendo el plato que había dejado caer a causa de este.
Si bien, en está ciudad no se podía volar, al menos se podía saltar sin preocupaciones. Los minerales que componían el suelo que se extendía en toda el área del territorio que se encontraba dentro de la barrera le daban un aire casi mágico a todo lo que se encontraba dentro. Con el uso correcto de estos se podía manipular la gravedad de maneras casi ilimitadas, lo que permitía las extracción de otras rocas, construcción de estructuras enormes en horas y las famosas competencias de carreras en los desfiladeros. Sin embargo en su estado natural tenían un uso más sencillo y bastante conocido por Hama. Caer con delicadeza.
La madre, por su parte, no superaba estos pequeños sustos que le propiciaba su hijo cada vez que saltaba de estas alturas. Preocupación sin sentido, ya que este efecto de colchón de aire estaba presente en toda la ciudad. Pero ella no podía evitar pensar que su hijo no desaceleraría, casi como un miedo que venía más allá de la conciencia. Un sentido de preservación de lo más primitivo,
¡Madre! -dijo el niño con una sonrisa burlona- Siempre tienes esa cara cuando vengo de arriba. Si yo solo me tardo un poco nada más.
Te estaba llamando para que comieras Hama pero, como siempre, tardaste horas en bajar. La comida ya está fría y no estoy dispuesta a sacar más rocas rojas para ti.
Pero ma...
Y mi cara -interrumpiendo la excusa de siempre de su hijo- es por esos saltos que siempre estás haciendo tan de repente. Sabes que no me acostumbro a que andes apareciendo así como así.
La madre continuó refunfuñando acerca de las cosas que la molestaban o inquietaban del comportamiento de su hijo mientras este hacía, irónicamente, la que más la molestaba. El estaba perdido en sus pensamientos, observando su jardín, los arbustos de helechos de colores en degradado desde un purpura profundo hasta un amarillo mostaza que le daba un aspecto curioso e interesante a las plantas que allí se encontraban. Paseó su vista por las enredaderas de frutos rojo rubí que, contrario a su aspecto dulce y provocativo, eran tan ácidos que un reto bastante conocido en la ciudad era comer tres de manera simultanea. Las enredaderas se extendían por todo lo alto de los muros de la casa, tapizandolos en su totalidad y llegando poco menos por debajo del borde amarillo que coronaba la casa. Ese mismo borde del que había saltado hace poco.
Y allí se encontraba. Solemne y con porte excelente sus miradas se cruzaron. Era un animal que Hama jamás en su vida había visto. Parecía un insecto, como las libélulas que frecuentaban el jardín, pero este era mucho más grande y de algo que parecía pelaje negro. Tampoco parecía pelaje, era algo más cercano al terciopelo, que lo vestía como si de un traje se tratase. De dos patas y de un hocico que asemejaba pinzas. Con dos alas que se extendían casi al doble del tamaño de su cuerpo. Pero lo que más lo atrajo no fue la idea de lo desconocido esta vez. La mirada de este animal era inteligente y profunda, casi como si analizara de vuelta los ojos de Hama, del mismo modo que este lo hacía. Y antes de poder concluir alguna idea cercana a lo certero, el animal voló. Allí Hama descartó por completo la idea de que este ser fuese un insecto. Aún a su corta edad y entendimiento, sabía que el vuelo de los insectos era mucho más rápido y frenético. En cambio está bestia alada alzó vuelo de una forma más armoniosa, lenta y elaborada. De repente se vio invadido por un deseo incontrolable de perseguir al animal. Como si estuviera completamente seguro de la intención de la bestia. Y su intención era servir de guía.
Para quién se hubiese preocupado por observar con detenimiento el corto y denso intercambio de información que ocurrió en ese momento, habría jurado que el niño y la bestia compartían un mismo lenguaje. Que se entendían perfectamente y habían entablado una conversación. Pero la madre estaba muy ocupada regañando aún al niño y terminando de recoger los restos de comida que estaban regados previos al pequeño susto del salto. Solo pudo percatarse del instante en el que escuchó unos pasos de carrera alejándose y ya su hijo no estaba más.
¡Hama a donde vas! ¡Hama regresa aquí! -grito la madre aún sabiendo que no iba a recibir respuesta alguna-. Demonios, este niño nunca aprenderá.
La bestia alada emprendió su vuelo hacía la barrera sur, convenientemente la más cercana a su casa. Hama agradeció el hecho de no encontrarse a nadie conocido que supusiera un obstáculo para su carrera tras la bestia misteriosa. Quedaba muy poca gente en los caminos ya que prácticamente todos se encontraban en sus casas cenando. Corrió un par de kilómetros siempre con la esperanza de que el animal se posara en alguna edificación del camino. Sin embargo el animal continuó su vuelo como si su destino se encontrara más allá de la ciudad. Y, confirmando su objetivo, no se detuvo al alcanzar la barrera sur.
La barrera sur era la más antigua según los relatos acerca del origen de la ciudad. Era un sencillo muro de concreto de apenas 2 metros, con piedras amarillas que servían de relieve y señalización, además de escrituras talladas en él que rezaban: "Más allá de este muro solo van los que quieren perderse. Por un momento se sintió disuadido por la escritura y el hecho de que el animal desapareciera en la profunda oscuridad.
Ese pobre animal está jodido -pensó para consolarse y excusarse de continuar-. Nada vive fuera de los muros.
Esta excusa se invalidó en el momento que la emoción se sobrepuso al sentido común. La bestia sostenía un fragmento de roca amarilla en una de sus patas, lo suficientemente brillante como para ilustrar un camino más allá del muro. Juntó todas sus fuerzas y su coraje, y emprendió la escalada del muro sin pensarlo dos veces.
Al caer del otro lado un sentimiento de inseguridad y desconocimiento lo invadió, recordando todas las historias que rondaban alrededor de las personas que osaban saltarse un muro de alguna barrera. Sentimiento que no llegó a terminarse de formar cuando se vio interrumpido por el primer sonido que esta bestia emitía. Un sonido chillón y parecido al de una trompeta desafinada, que fue lo suficientemente desconcertante como para impulsar al niño a seguir con su carrera por lo desconocido.
Si corrió apenas 10 minutos, o si se tardó horas. Solo lo saben él y la bestia alada. El solo volteó una vez y, para su sorpresa, la ciudad ya se veía reducida a un simple resplandor a lo lejos. El animal solo se detuvo cuando llegaron a un terreno en el que el camino recto y un poco accidentado terminaba en una pendiente que poco a poco se difuminaba en escaleras. Se detuvo en medio del recorrido de las escaleras, a escasos 10 metros de donde la bestia alada -que todavía sujetaba en su pata la roca amarilla- se encontraba reposando. En este momento se dio cuenta que, sin importar qué o cómo fuese lo que encontraría, sería algo grande. La curiosidad es el combustible más efectivo para la voluntad humana. Y esta vez su voluntad ardía tan fuerte que la podía sentir en sus mejillas tibias de la emoción.
Recorrió el último tramo y llegó, al fin, donde la bestia alada reposaba. Pero esta vez su atención se desvió a un nuevo elemento. Debajo de donde el animal reposaba, se encontraba un botón rojo que emitía una luz tan tenue que daba la impresión de esperar a que alguien la reviviera. Al lado unas inscripciones que pertenecían a un idioma que jamás antes había visto. Solo reconoció un símbolo que acompañaba a las letras crípticas que conformaban el mensaje. Era un símbolo que tenía figura de estrella como las que se mostraban durante los actos públicos en los que los ancianos contaban de manera teatral la historia ancestral del pueblo. Al ver esta estrella en el panel de control que tenía delante su corazón se aceleró y de repente no podía pensar en otra cosa más que en el pálido botón rojo.
Si la curiosidad es el combustible de la voluntad, los niños siempre tienen sus motores en sobremarcha. Y la de Hama era la excepción a la norma pero por todo lo contrario a una falta de ella. Sin vacilar ni siquiera un poco presionó el botón.
Una pared enorme de metal que se confundía con el muro de roca se comenzó a mover con un sonido estruendoso.
La luz, tibía y fresca, que ingresó a la cueva, lo cegó.
La madre continuó refunfuñando acerca de las cosas que la molestaban o inquietaban del comportamiento de su hijo mientras este hacía, irónicamente, la que más la molestaba. El estaba perdido en sus pensamientos, observando su jardín, los arbustos de helechos de colores en degradado desde un purpura profundo hasta un amarillo mostaza que le daba un aspecto curioso e interesante a las plantas que allí se encontraban. Paseó su vista por las enredaderas de frutos rojo rubí que, contrario a su aspecto dulce y provocativo, eran tan ácidos que un reto bastante conocido en la ciudad era comer tres de manera simultanea. Las enredaderas se extendían por todo lo alto de los muros de la casa, tapizandolos en su totalidad y llegando poco menos por debajo del borde amarillo que coronaba la casa. Ese mismo borde del que había saltado hace poco.
Y allí se encontraba. Solemne y con porte excelente sus miradas se cruzaron. Era un animal que Hama jamás en su vida había visto. Parecía un insecto, como las libélulas que frecuentaban el jardín, pero este era mucho más grande y de algo que parecía pelaje negro. Tampoco parecía pelaje, era algo más cercano al terciopelo, que lo vestía como si de un traje se tratase. De dos patas y de un hocico que asemejaba pinzas. Con dos alas que se extendían casi al doble del tamaño de su cuerpo. Pero lo que más lo atrajo no fue la idea de lo desconocido esta vez. La mirada de este animal era inteligente y profunda, casi como si analizara de vuelta los ojos de Hama, del mismo modo que este lo hacía. Y antes de poder concluir alguna idea cercana a lo certero, el animal voló. Allí Hama descartó por completo la idea de que este ser fuese un insecto. Aún a su corta edad y entendimiento, sabía que el vuelo de los insectos era mucho más rápido y frenético. En cambio está bestia alada alzó vuelo de una forma más armoniosa, lenta y elaborada. De repente se vio invadido por un deseo incontrolable de perseguir al animal. Como si estuviera completamente seguro de la intención de la bestia. Y su intención era servir de guía.
Para quién se hubiese preocupado por observar con detenimiento el corto y denso intercambio de información que ocurrió en ese momento, habría jurado que el niño y la bestia compartían un mismo lenguaje. Que se entendían perfectamente y habían entablado una conversación. Pero la madre estaba muy ocupada regañando aún al niño y terminando de recoger los restos de comida que estaban regados previos al pequeño susto del salto. Solo pudo percatarse del instante en el que escuchó unos pasos de carrera alejándose y ya su hijo no estaba más.
¡Hama a donde vas! ¡Hama regresa aquí! -grito la madre aún sabiendo que no iba a recibir respuesta alguna-. Demonios, este niño nunca aprenderá.
La bestia alada emprendió su vuelo hacía la barrera sur, convenientemente la más cercana a su casa. Hama agradeció el hecho de no encontrarse a nadie conocido que supusiera un obstáculo para su carrera tras la bestia misteriosa. Quedaba muy poca gente en los caminos ya que prácticamente todos se encontraban en sus casas cenando. Corrió un par de kilómetros siempre con la esperanza de que el animal se posara en alguna edificación del camino. Sin embargo el animal continuó su vuelo como si su destino se encontrara más allá de la ciudad. Y, confirmando su objetivo, no se detuvo al alcanzar la barrera sur.
La barrera sur era la más antigua según los relatos acerca del origen de la ciudad. Era un sencillo muro de concreto de apenas 2 metros, con piedras amarillas que servían de relieve y señalización, además de escrituras talladas en él que rezaban: "Más allá de este muro solo van los que quieren perderse. Por un momento se sintió disuadido por la escritura y el hecho de que el animal desapareciera en la profunda oscuridad.
Ese pobre animal está jodido -pensó para consolarse y excusarse de continuar-. Nada vive fuera de los muros.
Esta excusa se invalidó en el momento que la emoción se sobrepuso al sentido común. La bestia sostenía un fragmento de roca amarilla en una de sus patas, lo suficientemente brillante como para ilustrar un camino más allá del muro. Juntó todas sus fuerzas y su coraje, y emprendió la escalada del muro sin pensarlo dos veces.
Al caer del otro lado un sentimiento de inseguridad y desconocimiento lo invadió, recordando todas las historias que rondaban alrededor de las personas que osaban saltarse un muro de alguna barrera. Sentimiento que no llegó a terminarse de formar cuando se vio interrumpido por el primer sonido que esta bestia emitía. Un sonido chillón y parecido al de una trompeta desafinada, que fue lo suficientemente desconcertante como para impulsar al niño a seguir con su carrera por lo desconocido.
Si corrió apenas 10 minutos, o si se tardó horas. Solo lo saben él y la bestia alada. El solo volteó una vez y, para su sorpresa, la ciudad ya se veía reducida a un simple resplandor a lo lejos. El animal solo se detuvo cuando llegaron a un terreno en el que el camino recto y un poco accidentado terminaba en una pendiente que poco a poco se difuminaba en escaleras. Se detuvo en medio del recorrido de las escaleras, a escasos 10 metros de donde la bestia alada -que todavía sujetaba en su pata la roca amarilla- se encontraba reposando. En este momento se dio cuenta que, sin importar qué o cómo fuese lo que encontraría, sería algo grande. La curiosidad es el combustible más efectivo para la voluntad humana. Y esta vez su voluntad ardía tan fuerte que la podía sentir en sus mejillas tibias de la emoción.
Recorrió el último tramo y llegó, al fin, donde la bestia alada reposaba. Pero esta vez su atención se desvió a un nuevo elemento. Debajo de donde el animal reposaba, se encontraba un botón rojo que emitía una luz tan tenue que daba la impresión de esperar a que alguien la reviviera. Al lado unas inscripciones que pertenecían a un idioma que jamás antes había visto. Solo reconoció un símbolo que acompañaba a las letras crípticas que conformaban el mensaje. Era un símbolo que tenía figura de estrella como las que se mostraban durante los actos públicos en los que los ancianos contaban de manera teatral la historia ancestral del pueblo. Al ver esta estrella en el panel de control que tenía delante su corazón se aceleró y de repente no podía pensar en otra cosa más que en el pálido botón rojo.
Si la curiosidad es el combustible de la voluntad, los niños siempre tienen sus motores en sobremarcha. Y la de Hama era la excepción a la norma pero por todo lo contrario a una falta de ella. Sin vacilar ni siquiera un poco presionó el botón.
Una pared enorme de metal que se confundía con el muro de roca se comenzó a mover con un sonido estruendoso.
La luz, tibía y fresca, que ingresó a la cueva, lo cegó.
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