El querer como pulsión.

El hombre es por naturaleza animal social.  Animal porque el instinto determina hasta el pensamiento más ilustrado de nuestra conciencia. Social porque la independencia no es más que una percepción y, a pesar de todos, la necesidad de otro es inherente en la existencia. Si bien muchas veces lo animal lleva a lo social pues la pertenencia, la aceptación y el reconocimiento de un grupo o individuo son una necesidad que van en la mitad de los escalafones necesarios para acercarse a la autorrealización, respectivamente el nivel de la afiliación; predomina el caso contrario llevándonos lo social a lo animal.

Se preguntaran ¿Cómo es posible partir de una función superior de la conciencia, que nos hace sociables, a una función inferior, que nos hace básicos?

Hay que entender el comportamiento, el ser, como un fenómeno de eterna (mientras dure la vida) retroalimentación. Una colaboración perpetua entre consciente e inconsciente, en la que uno siempre lleva más relevancia que el otro y, rara vez, se ponen de acuerdo. Se podría decir que son esos pequeños momento de complicidad entre lo que queremos y lo que deseamos lo más cercano al concepto de la realización propia. Estados de equilibrio entre el hombre y la bestia (redundante) que solo los monjes más aislados y los locos más dementes logran alcanzar. 

Algunas veces predomina lo instintivo, de manera silente, modificando la consciencia. Sin embargo existen dos tipos de instintos o mejor dicho, existen el instinto y otro concepto fundamental llamado pulsión. Solo el instinto más básico y con base fisiológica se mantiene en ventaja por sobre la consciencia. Las pulsiones, por otro lado, nacen del instinto y se disfrazan de este, pero pierden el disfraz cuando se muestran modificables por la consciencia ergo por la experiencia siendo estos variables y tan determinantes del comportamiento como la consciencia misma.

La verdadera retroalimentación existe entre las pulsiones y lo consciente, ya que los instintos solo son modificables por las pulsiones que adquieren suficiente peso como para negar la inherencia fisiológica de los mismos. Por ende, el comportamiento es una danza constante entre las pulsiones y la consciencia, donde el instinto dicta el compás de la música.

Conociendo que la consciencia puede modificar a su modificador, las pulsiones y, de manera ulterior e inusual al instinto; es fácil comprender como lo social nos puede llevar a lo animal. Es sencillo comprender como ideas existencialistas como la del eterno retorno nacen.

De la interacción que establecemos con otras personas, que es el fundamento de lo social, el gregarismo, viene determinada el comportamiento consciente y, por lo tanto, las pulsiones. Y, lo más interesante, viceversa. 

Ahora que la teoría está en la mesa y los conocimientos afianzados, se puede escribir más en confianza, algo más aplicable a la vida.

Un paso importante para la madurez es llevar el hecho de que las demás personas nos modifican, y que esas modificaciones a su vez cambian la manera en la que interactuamos con los demás, al aprendizaje. La gran mayoría creen que la manera en la que ellos actúan está determinada por ellos mismos y que nadie tiene o tendrá influencia en esto, salvo en casos excepcionales. Si bien es cierto que hay personas que pasan por nuestra vida sin el menor impacto en nuestro comportamiento, hay algunas que son determinantes.

Hablar de interacción es hablar de cariño porque, aunque esa palabra les duela a algunos o haga suspirar a otros, es en lo que se basan todas las relaciones. Todos queremos, en mayor o menor medida, algo. Puede ser tan solo compañía o quizás un favor, es algo que carece de importancia al definir lo que es una relación. Lo importante es la medida en que queremos. Esa medida es la que determina la importancia de esa persona en nuestro ciclo vital. La magnitud en la que una persona determinada modificará nuestro comportamiento. Cuando se tiene razón de esto y se conoce la existencia de este fenómeno la relación fluye su curso y las modificaciones son poco relevantes ya que van en dirección paralela al comportamiento que se tenía previo a conocer a la persona.

El problema está en que normalmente nos damos cuenta de lo determinante que es o son, esta o estas personas en nuestra vida, tarde. Cuando estas, por una razón u otra ya no están o no son los mismos. Comienza el trauma, la tristeza, la rabia y la posterior aceptación. Pero ya el cambio está hecho y casi siempre es irreversible. Y se hace más desesperante la situación cuando te das cuenta que estos cambios son moldeados de manera que encajan con quien los hizo, creando una necesidad que no puede ser resuelta, debido a la evidente ausencia del autor de esos cambios.

Allí, en la creación de esa necesidad, nace algo hermoso para todo entendedor de los fenómenos psicológicos. De la interacción, lo social, lo racional y lo humano, se moldea una nueva pulsión, lo animal, lo determinante, lo básico, e incluso se transforma un instinto.

Nace la pulsión de no querer. La aversión al amor en todas sus variantes. Y es un razonamiento sencillo cuyo objetivo es negar el cambio de fuente ajena a la propia. No nos podemos permitir que otra persona deje moldeada nuestra consciencia a conveniencia de la suya por lo que nos negamos a querer, levantamos una muralla a cualquier relación afectiva y actuamos cual si fuera una amenaza a la mínima señal de cariño surgiendo en nuestro sistema.

Es el error que la mayoría suele cometer. Esta pulsión de no querer cumple tajantemente con su objetivo, alejando a toda persona que haga nacer algo de cariño en nuestro ser. Esta es la razón de muchas relaciones que se terminan por capricho y de repente, de orgullos exacerbados, de conductas repelentes y de la equivocada búsqueda de una independencia total. Básicamente reduciendo lo social a algo meramente procedimental, una acción para lograr un objetivo material.

Sin embargo no hemos de olvidar que el querer nace de un instinto, el instinto de la reproducción y autopreservación, y, por lo tanto, es una pulsión. El de querer en contra del no querer. De este conflicto mental entre dos fuertes determinantes nacen expresiones conscientes como depresiones espontaneas, cambios de humor, celos y reacciones de amplio contraste frente a personas que representan una posible relación de amistad, amor o cualquier otra relación que implique cierto nivel de cariño. La mente es algo dinámico y las pulsiones cambian constantemente en forma y en peso psicológico. De allí algunos días queremos y al otro no, y viceversa. No es más que la expresión del conflicto entre esas dos fuerzas que te dicen que lo mismo es malo y bueno al mismo tiempo, y que ninguna termina de convencer.

La culminación de este conflicto es algo seguro, porque la mente y todos sus componentes son la máquina por excelencia para la resolución de conflictos en el sistema interno. Lo que no es seguro es el cómo termina este conflicto y varía de persona en persona, porque la resolución está determinada por la experiencia tanto previa como futura, y los demás factores que conformen la personalidad del individuo.

Cuando todo esto está aprendido, cuando la mente se conoce a sí misma, todo es más sencillo. Cuando conoces la causa es más certero el abordaje del síntoma. Te das cuenta del cambio que hacen las personas en ti, pero también del cambio que tu generas en ellas. Eliges de forma más sabia aquellas personas que modificaran tu existencia, e incluso eres capaz de ejercer cierto control en ese cambio porque ya eres consciente de lo que está sucediendo. No existe ninguna negación al afectp porque pasas de ser espectador a ser protagonista de lo que sucede alrededor de tu afectividad. Eres capaz de querer sin condición, ya que la condición en el cariño nace de la inseguridad, del miedo al cambio y de la sensación de seguridad que brinda la estabilidad y la costumbre.

En conclusión, el elevar el cariño a la consciencia es la forma más certera de alcanzar el verdadero querer. Un paso más en el camino de la realización y la felicidad, de la búsqueda del equilibrio entre el impulso y el pensamiento. Pero una cualidad que pocos hemos llegado a entender.

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